2-Terreille
La Señora Maris
giró la cabeza hacia el gran espejo sin soportes.
—Puedes irte
ahora.
Daemon Sadi se
levantó de la cama y comenzó a vestirse lentamente, en son de burla, plenamente
consciente de que ella lo miraba desde el espejo. Ella siempre miraba al espejo
cuando la atendía. ¿Un poco de auto-voyerismo, tal vez? ¿Se figuraba acaso que
el hombre en el espejo realmente se preocupaba por ella, que su clímax lo
excitaba?
Perra
estúpida.
Maris se
estiró y suspiró con placer.
—Me recuerdas
a un gato salvaje, toda esa piel sedosa y músculos marcados.
Daemon se puso
la camisa de seda blanca. ¿Un depredador salvaje? Esa era una descripción
bastante acertada. Si alguna vez le molestaba más allá de su limitada
tolerancia hacia el género femenino, estaría encantado de mostrarle sus garras.
Un poquito de una en particular.
Maris suspiró
de nuevo.
—Eres tan
bello.
Sí, lo era. Su
cara era un regalo de su misteriosa herencia, aristocrático y una apariencia
demasiado bella para ser llamado simplemente apuesto. Era alto y de hombros
anchos. Mantenía su cuerpo bien tonificado y suficientes músculos para
complacer. Su voz era profunda y culta, con un borde ronco seductor que hacía
que a las mujeres se le nublaran los ojos. Sus ojos dorados y el espeso cabello
negro eran típicos de las tres razas longevas de Terreille, pero su cálida piel
castaño dorado, era un poco más clara que la de los aristócratas Hayllian, más
como la de la raza Dhemlan.
Su cuerpo era
un arma, y él mantenía sus armas bien afiladas.
Daemon se
encogió de hombros en su chaqueta negra. La ropa también era un arma, desde la
escasa ropa interior hasta los trajes perfectamente entallados. Néctar para
seducir a los incautos a su perdición.
Abanicándose
con la mano, Maris lo miró a los ojos.
—Incluso en
este tiempo, no rompiste a sudar.
Sonaba como la
queja que era.
Daemon sonrió
burlonamente.
—¿Por qué
debería?
Maris se
sentó, tirando de la sábana para cubrirse.
—Eres un
bastardo insensible y cruel.
Daemon levantó
una fina ceja.
—¿Crees que
soy cruel? Estás en lo cierto, por supuesto. Soy un conocedor de la crueldad.
—Y estas
orgulloso de eso, ¿verdad? — Maris parpadeó para contener las lágrimas. Su
rostro se tensó, mostrando todas las petulantes marcas de la edad—. Todo lo que
dijeron de ti es verdad. Incluso eso. — Ella hizo un gesto con la mano hacia su
entrepierna.
—¿Qué? —
preguntó, sabiendo perfectamente a que se refería. Ella, y cada mujer como
ella, le perdonaría toda crueldad que les hiciera si podían sonsacarle una
erección.
—Tú no eres un
hombre de verdad. Nunca lo fuiste.
—Ah. En eso,
también, tienes razón. — Daemon metió las manos en los bolsillos del pantalón—.
Personalmente, siempre he pensado que el incordio del Anillo de Obediencia es
el que causa el problema. — La fría, sonrisa burlona volvió—. Tal vez si lo
quitas...
Maris se puso
tan pálida que se preguntó si se iba a desmayar. Dudaba que Maris quisiera
probar lo suficiente su teoría de deficiencia como para realmente sacarle ese
círculo de oro alrededor de su órgano. Menos mal. No sobreviviría ni un minuto
después de que él fuera libre.
La mayoría de
las brujas a las que había servido, no habían sobrevivido todos modos.
Daemon sonrió
con esa fría y familiar, brutal sonrisa y se sentó junto a ella en la cama.
—¿Así que
piensas que soy cruel. — Sus ojos ya estaban vidriosos de los zarcillos de la
seducción psíquica que estaba tejiendo a su alrededor.
—Sí,— Maris
susurró, mirando sus labios. Daemon se inclinó hacia delante, divertido por la
rapidez con la que abría la boca para un beso. Su lengua coqueteó con avidez
con la suya, y cuando finalmente levantó la cabeza, trató de tirar de él hacia
abajo encima de ella—. ¿De verdad quieres saber por qué yo no rompo a sudar?
—preguntó muy gentilmente. Ella vaciló, la lujuria en guerra con la curiosidad—.
¿Por qué? — Daemon sonrió—. Porque, mi querida Señora Maris, tu tan mentada
inteligencia me aburre hasta las lágrimas, y ese cuerpo que te parece tan fino
y del que te pavoneas donde sea y cuando sea, no es apto ni para ser el cebo de
un cuervo.
El labio
inferior de Maris se estremeció.
—E-eres un
bruto sádico.
Daemon se
deslizó fuera de la cama.
—¿Cómo lo
sabes? — preguntó gratamente—. El juego ni siquiera ha comenzado.
—¡Vete!
¡Fuera!
Rápidamente
salió del dormitorio, pero esperó un momento fuera de la puerta. Su gemido de
angustia fue el contrapunto perfecto para su risa burlona.
Una ligera
brisa alborotó el cabello de Daemon mientras seguía un camino de grava a través
de los jardines traseros. Desabrochándose la camisa, sonrió de placer mientras
la brisa acariciaba su piel desnuda. Sacó un cigarrillo negro delgado de su
caja de oro, lo encendió, y suspiró mientras el humo flotaba lentamente por la
boca y la nariz, quemando el hedor de Maris.
La luz en el
dormitorio de Maris se apagó.
Perra
estúpida. No entendía el juego que jugaba. No, lo que ella no entendía era el
juego que él jugaba. Tenía 1700 años y acaba de entrar en su mejor momento.
Llevaba puesto un Anillo de Obediencia controlado por Dorothea SaDiablo, Gran
Sacerdotisa de Hayll, durante tanto tiempo como podía recordar. Se había
presentado en su corte como el hijo bastardo de su primo, había sido educado y
entrenado para servir a las Viudas Negras de Hayll. Es decir, se lo aleccionó
lo suficiente de las Piedras para servir a esas brujas perras como querían ser
servidas. Se había prostituido en cortes que hacía tiempo se convirtieron en
polvo, mientras que la gente de Maris estaban empezando a construir ciudades.
Había destruido mejores brujas que ella, y él podía destruirla, también. Había
derribado cortes, arrasado ciudades, provocado guerras menores como venganza
por los juegos de dormitorio.
Dorothea lo
castigó, le hizo daño, lo vendió al servicio de corte tras corte, pero al
final, Maris y su especie eran prescindibles. Él no. Les había costado
demasiado caro a Dorothea y a las otras Viudas Negras de Hayll el crearlo, y
todo lo que habían hecho, no podían hacerlo otra vez.
La Sangre de
Hayll estaba fallando. En su generación, había muy pocos portadores de Joyas
oscuras, no era una sorpresa ya que Dorothea había sido tan concienzuda en la
purga de las brujas fuertes que podrían haber desafiado su gobierno después de
que se convirtió en sacerdotisa, dejando a sus seguidoras dentro de las Cien
Familias de Hayll, -brujas portadoras de Joyas más claras que no tenían ninguna
posición social- y féminas de Sangre que
tenían poco poder, como las únicas capaces de aparearse con un varón de Sangre
y procrear niños de Sangre sanos.
Ahora
necesitaba una línea de Sangre oscura para aparearse con sus Viudas Negras. Así
que, mientras que con mucho gusto lo humillaba y torturaba, no iba a
destruirlo, porque, si había alguna posibilidad en absoluto, quería a su
semilla dispuesta en los cuerpos de sus Hermanas, y utilizaría a tontas como
Maris para desgastarlo hasta que estuviera listo para rendirse. Él nunca se
rendiría.
Setecientos
años atrás, Tersa le había dicho que el mito viviente se avecinaba. Setecientos
años esperando, observando, buscando, manteniendo la esperanza. Setecientos
años agotadores, desgarradores. Se negó a darse por vencido, se negó a
preguntarse si había estado equivocada, se negó, porque su corazón anhelaba
demasiado a esa extraña, maravillosa criatura aterradora, llamada Bruja.
En su alma, él
la conocía. En sus sueños, la veía. Nunca imaginó una cara. Siempre borrosa si
trataba de centrarse en ella. Pero él podía verla vestida con una túnica hecha
de una oscura, telaraña transparente, una túnica que se deslizaba de sus
hombros mientras ella se movía, una túnica que se abría y se cerraba mientras
caminaba, revelando una desnuda piel de noche fría. Y habría un olor en la
habitación que era ella, un olor con el que él se despertaría, enterrando su
cara en la almohada después de que ella se hubiera levantado para ocuparse de
sus propios asuntos.
No era
lujuria; el fuego del cuerpo palidecía en comparación con el abrazo de una
mente a otra, aunque el placer físico era parte del asunto. Quería tocarla,
sentir la textura de su piel, el sabor de su calidez. Quería acariciarla hasta
que ambos ardieran. Quería tejer su vida en la de ella, hasta que no hubiera
forma de saber dónde se empezaba uno y el otro terminaba. Quería poner sus
brazos alrededor de ella, fuerte y protector, y encontrarse siendo protegido;
poseerla y ser poseído; dominarla y ser dominado. Quería esa cosa diferente,
esa sombra atravesada en su vida, que hacía que le doliera con cada respiración
cuando él tropezaba entre esas mujeres débiles que no significaban nada para él
y nunca podrían.
Simplemente,
él creía que había nacido para ser su amante.
Daemon
encendió otro cigarrillo y flexionó el dedo anular de su mano derecha. El
diente de la serpiente se deslizó suavemente hacia fuera de su canal y descansó
en la parte inferior de su larga uña, pintada de negro. Él sonrió. ¿Maris
preguntó si tenía garras? Pues bien, esta pequeña querida podría impresionarla.
No por mucho tiempo, sin embargo, ya que el veneno en el saco debajo de la uña
era extremadamente potente.
Era afortunado
por haber alcanzado la madurez sexual un poco más tarde que la mayoría de los
Hayllian. El diente de la serpiente había llegado junto con el resto de los
cambios físicos, una sorpresa impactante, porque había pensado que era
imposible que un hombre fuera una Viuda Negra natural. Durante ese tiempo, él
había estado sirviendo en una corte donde estaba de moda para los hombres el
usar sus uñas largas y pintadas, por lo que nadie pensó que era extraño cuando
asumió la moda, y nadie preguntó por qué las seguía usando de esa manera.
Ni siquiera Dorothea.
Dado que las brujas de los aquelarres Hourglass se especializaban en los
venenos y los aspectos más oscuros de las artesanías, así como los sueños y
visiones, él siempre había pensado que era extraño que Dorothea nunca hubiera
adivinado lo que él era. Si lo hubiera hecho, sin duda habría tratado de
mutilarlo más allá del reconocimiento. Podría haber tenido éxito antes de que
él hubiera hecho la Ofrenda a la
Oscuridad para determinar la madurez de su fuerza, cuando todavía llevaba
la Joya Roja que había venido a él en su ceremonia de Birthright[1]. Si lo
intentaba ahora, incluso con su aquelarre respaldándola, le costaría muy caro.
Incluso Anillado, un Príncipe Warlord - Joya Negra, sería un enemigo formidable
para una Sacerdotisa Joya Roja.
Es por eso que
sus caminos no se cruzaron más, es por lo cual lo mantuvo alejado de Hayll y su
propia corte. Ella tenía una carta de triunfo para mantenerlo sumiso, y ambos
lo sabían. Sin la vida de Lucivar en la balanza, incluso el dolor infligido por
el Anillo de Obediencia no lo retendría más. Lucivar... y el comodín que Tersa
había añadido al juego de sumisión y control. El comodín del que Dorothea no
sabía nada. El comodín que pondría fin a su dominio de Terreille.
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