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miércoles, 22 de julio de 2015

Adelanto Capítulo 1 (tercera parte): Hija de Sangre - Anne Bishop



2-Terreille


La Señora Maris giró la cabeza hacia el gran espejo sin soportes.
—Puedes irte ahora.

Daemon Sadi se levantó de la cama y comenzó a vestirse lentamente, en son de burla, plenamente consciente de que ella lo miraba desde el espejo. Ella siempre miraba al espejo cuando la atendía. ¿Un poco de auto-voyerismo, tal vez? ¿Se figuraba acaso que el hombre en el espejo realmente se preocupaba por ella, que su clímax lo excitaba?

Perra estúpida.

Maris se estiró y suspiró con placer.
—Me recuerdas a un gato salvaje, toda esa piel sedosa y músculos marcados.

Daemon se puso la camisa de seda blanca. ¿Un depredador salvaje? Esa era una descripción bastante acertada. Si alguna vez le molestaba más allá de su limitada tolerancia hacia el género femenino, estaría encantado de mostrarle sus garras. Un poquito de una en particular.

Maris suspiró de nuevo.
—Eres tan bello.

Sí, lo era. Su cara era un regalo de su misteriosa herencia, aristocrático y una apariencia demasiado bella para ser llamado simplemente apuesto. Era alto y de hombros anchos. Mantenía su cuerpo bien tonificado y suficientes músculos para complacer. Su voz era profunda y culta, con un borde ronco seductor que hacía que a las mujeres se le nublaran los ojos. Sus ojos dorados y el espeso cabello negro eran típicos de las tres razas longevas de Terreille, pero su cálida piel castaño dorado, era un poco más clara que la de los aristócratas Hayllian, más como la de la raza Dhemlan.

Su cuerpo era un arma, y él mantenía sus armas bien afiladas.

Daemon se encogió de hombros en su chaqueta negra. La ropa también era un arma, desde la escasa ropa interior hasta los trajes perfectamente entallados. Néctar para seducir a los incautos a su perdición.

Abanicándose con la mano, Maris lo miró a los ojos.
—Incluso en este tiempo, no rompiste a sudar.

Sonaba como la queja que era.

Daemon sonrió burlonamente.
—¿Por qué debería?

Maris se sentó, tirando de la sábana para cubrirse.
—Eres un bastardo insensible y cruel.

Daemon levantó una fina ceja.
—¿Crees que soy cruel? Estás en lo cierto, por supuesto. Soy un conocedor de la crueldad.

—Y estas orgulloso de eso, ¿verdad? — Maris parpadeó para contener las lágrimas. Su rostro se tensó, mostrando todas las petulantes marcas de la edad—. Todo lo que dijeron de ti es verdad. Incluso eso. — Ella hizo un gesto con la mano hacia su entrepierna.

—¿Qué? — preguntó, sabiendo perfectamente a que se refería. Ella, y cada mujer como ella, le perdonaría toda crueldad que les hiciera si podían sonsacarle una erección.

—Tú no eres un hombre de verdad. Nunca lo fuiste.

—Ah. En eso, también, tienes razón. — Daemon metió las manos en los bolsillos del pantalón—. Personalmente, siempre he pensado que el incordio del Anillo de Obediencia es el que causa el problema. — La fría, sonrisa burlona volvió—. Tal vez si lo quitas...

Maris se puso tan pálida que se preguntó si se iba a desmayar. Dudaba que Maris quisiera probar lo suficiente su teoría de deficiencia como para realmente sacarle ese círculo de oro alrededor de su órgano. Menos mal. No sobreviviría ni un minuto después de que él fuera libre.

La mayoría de las brujas a las que había servido, no habían sobrevivido todos modos.

Daemon sonrió con esa fría y familiar, brutal sonrisa y se sentó junto a ella en la cama.

—¿Así que piensas que soy cruel. — Sus ojos ya estaban vidriosos de los zarcillos de la seducción psíquica que estaba tejiendo a su alrededor.

—Sí,— Maris susurró, mirando sus labios. Daemon se inclinó hacia delante, divertido por la rapidez con la que abría la boca para un beso. Su lengua coqueteó con avidez con la suya, y cuando finalmente levantó la cabeza, trató de tirar de él hacia abajo encima de ella—. ¿De verdad quieres saber por qué yo no rompo a sudar? —preguntó muy gentilmente. Ella vaciló, la lujuria en guerra con la curiosidad—. ¿Por qué? — Daemon sonrió—. Porque, mi querida Señora Maris, tu tan mentada inteligencia me aburre hasta las lágrimas, y ese cuerpo que te parece tan fino y del que te pavoneas donde sea y cuando sea, no es apto ni para ser el cebo de un cuervo.

El labio inferior de Maris se estremeció.
—E-eres un bruto sádico.

Daemon se deslizó fuera de la cama.
—¿Cómo lo sabes? — preguntó gratamente—. El juego ni siquiera ha comenzado.

—¡Vete! ¡Fuera!

Rápidamente salió del dormitorio, pero esperó un momento fuera de la puerta. Su gemido de angustia fue el contrapunto perfecto para su risa burlona.

Una ligera brisa alborotó el cabello de Daemon mientras seguía un camino de grava a través de los jardines traseros. Desabrochándose la camisa, sonrió de placer mientras la brisa acariciaba su piel desnuda. Sacó un cigarrillo negro delgado de su caja de oro, lo encendió, y suspiró mientras el humo flotaba lentamente por la boca y la nariz, quemando el hedor de Maris.

La luz en el dormitorio de Maris se apagó.

Perra estúpida. No entendía el juego que jugaba. No, lo que ella no entendía era el juego que él jugaba. Tenía 1700 años y acaba de entrar en su mejor momento. Llevaba puesto un Anillo de Obediencia controlado por Dorothea SaDiablo, Gran Sacerdotisa de Hayll, durante tanto tiempo como podía recordar. Se había presentado en su corte como el hijo bastardo de su primo, había sido educado y entrenado para servir a las Viudas Negras de Hayll. Es decir, se lo aleccionó lo suficiente de las Piedras para servir a esas brujas perras como querían ser servidas. Se había prostituido en cortes que hacía tiempo se convirtieron en polvo, mientras que la gente de Maris estaban empezando a construir ciudades. Había destruido mejores brujas que ella, y él podía destruirla, también. Había derribado cortes, arrasado ciudades, provocado guerras menores como venganza por los juegos de dormitorio.

Dorothea lo castigó, le hizo daño, lo vendió al servicio de corte tras corte, pero al final, Maris y su especie eran prescindibles. Él no. Les había costado demasiado caro a Dorothea y a las otras Viudas Negras de Hayll el crearlo, y todo lo que habían hecho, no podían hacerlo otra vez.

La Sangre de Hayll estaba fallando. En su generación, había muy pocos portadores de Joyas oscuras, no era una sorpresa ya que Dorothea había sido tan concienzuda en la purga de las brujas fuertes que podrían haber desafiado su gobierno después de que se convirtió en sacerdotisa, dejando a sus seguidoras dentro de las Cien Familias de Hayll, -brujas portadoras de Joyas más claras que no tenían ninguna posición social-  y féminas de Sangre que tenían poco poder, como las únicas capaces de aparearse con un varón de Sangre y procrear niños de Sangre sanos.

Ahora necesitaba una línea de Sangre oscura para aparearse con sus Viudas Negras. Así que, mientras que con mucho gusto lo humillaba y torturaba, no iba a destruirlo, porque, si había alguna posibilidad en absoluto, quería a su semilla dispuesta en los cuerpos de sus Hermanas, y utilizaría a tontas como Maris para desgastarlo hasta que estuviera listo para rendirse. Él nunca se rendiría.

Setecientos años atrás, Tersa le había dicho que el mito viviente se avecinaba. Setecientos años esperando, observando, buscando, manteniendo la esperanza. Setecientos años agotadores, desgarradores. Se negó a darse por vencido, se negó a preguntarse si había estado equivocada, se negó, porque su corazón anhelaba demasiado a esa extraña, maravillosa criatura aterradora, llamada Bruja.

En su alma, él la conocía. En sus sueños, la veía. Nunca imaginó una cara. Siempre borrosa si trataba de centrarse en ella. Pero él podía verla vestida con una túnica hecha de una oscura, telaraña transparente, una túnica que se deslizaba de sus hombros mientras ella se movía, una túnica que se abría y se cerraba mientras caminaba, revelando una desnuda piel de noche fría. Y habría un olor en la habitación que era ella, un olor con el que él se despertaría, enterrando su cara en la almohada después de que ella se hubiera levantado para ocuparse de sus propios asuntos.

No era lujuria; el fuego del cuerpo palidecía en comparación con el abrazo de una mente a otra, aunque el placer físico era parte del asunto. Quería tocarla, sentir la textura de su piel, el sabor de su calidez. Quería acariciarla hasta que ambos ardieran. Quería tejer su vida en la de ella, hasta que no hubiera forma de saber dónde se empezaba uno y el otro terminaba. Quería poner sus brazos alrededor de ella, fuerte y protector, y encontrarse siendo protegido; poseerla y ser poseído; dominarla y ser dominado. Quería esa cosa diferente, esa sombra atravesada en su vida, que hacía que le doliera con cada respiración cuando él tropezaba entre esas mujeres débiles que no significaban nada para él y nunca podrían.

Simplemente, él creía que había nacido para ser su amante.

Daemon encendió otro cigarrillo y flexionó el dedo anular de su mano derecha. El diente de la serpiente se deslizó suavemente hacia fuera de su canal y descansó en la parte inferior de su larga uña, pintada de negro. Él sonrió. ¿Maris preguntó si tenía garras? Pues bien, esta pequeña querida podría impresionarla. No por mucho tiempo, sin embargo, ya que el veneno en el saco debajo de la uña era extremadamente potente.

Era afortunado por haber alcanzado la madurez sexual un poco más tarde que la mayoría de los Hayllian. El diente de la serpiente había llegado junto con el resto de los cambios físicos, una sorpresa impactante, porque había pensado que era imposible que un hombre fuera una Viuda Negra natural. Durante ese tiempo, él había estado sirviendo en una corte donde estaba de moda para los hombres el usar sus uñas largas y pintadas, por lo que nadie pensó que era extraño cuando asumió la moda, y nadie preguntó por qué las seguía usando de esa manera.

Ni siquiera Dorothea. Dado que las brujas de los aquelarres Hourglass se especializaban en los venenos y los aspectos más oscuros de las artesanías, así como los sueños y visiones, él siempre había pensado que era extraño que Dorothea nunca hubiera adivinado lo que él era. Si lo hubiera hecho, sin duda habría tratado de mutilarlo más allá del reconocimiento. Podría haber tenido éxito antes de que él hubiera hecho la Ofrenda a la Oscuridad para determinar la madurez de su fuerza, cuando todavía llevaba la Joya Roja que había venido a él en su ceremonia de Birthright[1]. Si lo intentaba ahora, incluso con su aquelarre respaldándola, le costaría muy caro. Incluso Anillado, un Príncipe Warlord - Joya Negra, sería un enemigo formidable para una Sacerdotisa Joya Roja.

Es por eso que sus caminos no se cruzaron más, es por lo cual lo mantuvo alejado de Hayll y su propia corte. Ella tenía una carta de triunfo para mantenerlo sumiso, y ambos lo sabían. Sin la vida de Lucivar en la balanza, incluso el dolor infligido por el Anillo de Obediencia no lo retendría más. Lucivar... y el comodín que Tersa había añadido al juego de sumisión y control. El comodín del que Dorothea no sabía nada. El comodín que pondría fin a su dominio de Terreille.



[1] Birthright: Derecho de nacimiento



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