Capítulo 1
1-Terreille
Lucivar
Yaslana, el mestizo Eyrien, observó a los guardias arrastrar al sollozante
hombre al barco. No sentía ninguna simpatía por el condenado, quien había
liderado la abortada revuelta de esclavos. En el territorio denominado Pruul,
la simpatía era un lujo que ningún esclavo podía permitirse.
Se había
negado a participar en la revuelta. Los cabecillas eran buenos hombres, pero no
tenían ni la fuerza, la espalda, o las pelotas para hacer lo que se necesitaba.
No disfrutaban viendo correr la sangre.
No había
participado. Zuultah, la Reina de Pruul, lo había castigado de todos modos.
Las pesadas
cadenas alrededor de su cuello y muñecas, ya habían rasgado su piel dejándola
en carne viva, y su espalda tenía un palpitante dolor a consecuencia del
látigo. Extendió sus oscuras, alas membranosas, tratando de aliviar el dolor en
la espalda.
Un guardia de
inmediato le pinchó con un palo, luego se retiró, asustado por su suave siseo
de ira.
A diferencia
de los otros esclavos que no podían contener su miseria o miedo, no había expresión en los ojos dorados
de Lucivar, sin olor psíquico a emociones con la que los guardias pudieran
jugar, mientras subían al sollozante hombre en el viejo, barco individual. Ya
no estaba en condiciones de navegar, el barco evidenciaba grandes agujeros en
la madera podrida, agujeros que sólo le añadían valor ahora.
El condenado
era pequeño y estaba medio muerto de hambre. Aún así requirió de seis guardias
para ponerlo en el barco. Entre cinco guardias le sujetaron la cabeza, brazos y
piernas del hombre. El último guardia untó grasa de tocino en los genitales del
hombre antes de poner la cubierta de madera en su lugar. Se ajustaba
perfectamente sobre el barco, con agujeros hechos para la cabeza y las manos.
Una vez que las manos del hombre quedaron atadas a los anillos de hierro en la
parte exterior del barco, la cubierta fue bloqueada para que nadie más que los
guardias pudiera abrirla.
Un guardia
estudió al hombre encarcelado y negó con la cabeza con fingida consternación. Dirigiéndose
a los otros, dijo:
—Debe tener
una última comida antes de entrar en la mar.
Los guardias
se rieron. El hombre gritó por ayuda.
Uno por uno,
los guardias cuidadosamente embutieron alimentos en la boca del hombre antes de
arrear a los otros esclavos hacia los establos donde iban a quedar alojados.
—Van a estar
entretenidos esta noche, muchachos, — gritó un guardia, riendo—. Recuérdenlo la
próxima vez que decidan dejar de servir a la Señora Zuultah.
***
Lucivar miró
sobre su hombro, y luego miró hacia otro lado.
Atraídas por
el olor de la comida, las ratas se aglutinaron en los agujeros del barco.
El hombre en
el barco lanzó un grito.
Nubes se
deslizaron a través de la luna, cubiertas de grises ocultaban la luz. El hombre
en el barco no se movía. Sus rodillas tenían heridas abiertas, sangrantes por
patear la parte superior del barco en su esfuerzo por mantener apartadas a las
ratas. Sus cuerdas vocales se destruyeron por gritar.
Lucivar se
arrodilló detrás de la barca, moviéndose con cuidado para amortiguar el sonido
de las cadenas.
—No se los
dije, Yasi, — dijo el hombre con voz ronca—. Trataron de hacerme hablar, pero
no lo hice. Es todo el honor que me queda.
Lucivar llevó
una copa a los labios del hombre.
—Bebe esto, —
dijo, su voz un murmullo profundo, una parte de la noche.
—No, —el
hombre gimió—. No. — Empezó a llorar, un sonido áspero y gutural sacado de su
garganta en ruinas.
—Calla, ahora.
Calla. Te ayudará. — Apoyando a la cabeza del hombre en su mano, Lucivar acercó
la copa entre los labios hinchados. Después de dos tragos, Lucivar dejó la copa
a un lado y acarició la cabeza del hombre con los dedos suaves—. Va a ayudarte,
— canturreó.
—Soy un
Warlord de Sangre. — Cuando Lucivar le ofreció la copa de nuevo, el hombre tomó
otro sorbo. A medida que su voz se hacía más fuerte, las palabras comenzaron a farfullar—.
Eres un Príncipe Warlord. ¿Por qué nos hacen esto, Yasi?
—Porque no
tienen honor. Porque no recuerdan lo que significa ser Sangre. La influencia de
la Gran Sacerdotisa de Hayll es una plaga que se ha extendido en todo el reino
durante siglos, poco a poco consume cada territorio que toca.
—Tal vez los
landen tienen razón, entonces. Tal vez los Sangre son la maldad.
Lucivar
continuó acariciando la frente y las sienes del hombre.
—No. Somos lo
que somos. Nada más y nada menos. Hay bien y mal, en cualquier clase de
personas. Es el mal entre nosotros quien gobiernan ahora.
—¿Y dónde
están los buenos entre nosotros? — preguntó el hombre adormilado.
Lucivar besó
la parte superior de la cabeza del hombre.
—Han sido
destruidos o esclavizados. — Le ofreció la copa—. Toma todo, hermanito, y se
acabará.
Después de que
el hombre tomara el último trago, Lucivar uso la Piedra para desvanecer la copa.
El hombre en
el barco se rió.
—Me siento muy
valiente, Yasi.
—Eres muy
valiente.
—Las ratas...
Mis bolas se han ido.
—Lo sé.
—Lloré, Yasi.
Ante todos ellos, lloré.
—No importa.
—Soy un
Warlord. No debería haber llorado.
—No se los
dijiste. Tuviste coraje cuando lo necesitaste.
—Zuultah mató
a los otros igual.
—Ella va a
pagar por ello, hermanito. Algún día ella y los otros como ella van a pagar por
todo. — Lucivar masajeó suavemente el cuello del hombre.
—Yasi, yo...
El movimiento
fue repentino, el sonido agudo.
Lucivar dejó
con cuidado la cabeza colgando hacia atrás y lentamente se puso de pie. Él
podría haberles dicho que el plan no iba a funcionar, que el Anillo de
Obediencia podía estar lo suficientemente bien afinado, como para alertar a su
dueña de un reflujo interior de fuerza y propósito. Él podría haberles dicho
que los zarcillos malignos que los mantenían esclavizados, se habían extendido
demasiado, y que se necesitaría un salvajismo más puro para que un hombre fuera
capaz de liberarlos. Podría haberles dicho que había armas más crueles que el
Anillo para mantener la obediencia de un hombre, que su preocupación por el
otro podría destruirlos, que la única manera de escapar, aunque sea por un
rato, era no preocuparse por nadie, estar solo.
Podía habérselos
dicho.
Y, sin
embargo, cuando se habían acercado, tímidamente, con cautela, con ganas de
preguntarle a un hombre que se había liberado una y otra vez durante siglos,
pero que todavía estaba esclavizado, todo lo que les había dicho fue, "Sacrificar todo". Ellos se
habían ido, decepcionados, incapaces de comprender que había querido decir lo
que había dicho. Sacrificar todo. Y
sin embargo había una cosa que no podía, - no quería- sacrificar.
¿Cuántas veces
después de rendirse y atarse de nuevo con ese cruel anillo de oro en su órgano,
Daemon lo había encontrado e inmovilizado contra la pared, gruñendo de rabia,
llamándolo tonto y cobarde por ceder?
Mentira.
Sedosa corte de mentiras.
Una vez,
Dorothea SaDiablo había buscado desesperadamente a Daemon Sadi después de que
él desapareció de una corte sin dejar rastro. Le había llevado cien años
encontrarlo, y dos mil Warlords habían muerto tratando de recapturarlo. Él
podría haber usado ese pequeño territorio salvaje, que retenía y conquistar la
mitad del Reino de Terreille, podría haberse convertido en una amenaza tangible
para la invasión y la absorción de cada persona tocada por Hayll. En su lugar,
había leído una carta que Dorothea le envió a través de un mensajero. La leyó y
se rindió.
La carta
simplemente decía: "Tienes hasta la
luna nueva para entregarte. Cada día que pase después de la luna nueva, voy a
tomar un pedazo del cuerpo de tu hermano en pago de tu arrogancia".
Lucivar se
sacudió, tratando de desalojar a los pensamientos no deseados. En cierto modo,
los recuerdos eran peores que el látigo, porque estos le hacían pensar en
Askavi, con sus montañas que casi cortaban el cielo y sus valles llenos de
pueblos, granjas y bosques. No es que Askavi siguiera siendo fértil, después de
haber sido violada durante demasiados siglos por los que tomaban pero nunca
daban nada a cambio. Aún así, era su casa, y siglos de exilio esclavizado, sólo
lo dejaban sufriendo por el olor del aire limpio de la montaña, el sabor de una
corriente dulce, el frío, el silencio de los bosques, y, sobre todo, las
montañas, donde la raza de los Eyrien se elevaban.
Pero estaba en
Pruul, tan árido, un páramo desierto cubierto de maleza, sirviendo a esa perra
Zuultah, porque no podía ocultar su disgusto por Prythian, La Gran Sacerdotisa
de Askavi, no podía amordazar su temperamento lo suficiente para servir a las
brujas que despreciaba.
Entre los
Sangre, los hombres estaban destinados a servir, no a gobernar. Nunca había
desafiado esa realidad, a pesar del número de brujas que había matado durante
siglos. Las había matado porque era un insulto servirlas, porque era un
Príncipe Warlord de Eyrien, portador de la Joya Gris Ébano y se negaba a creer
que servir y servilismo significaban lo mismo. Por ser un bastardo mestizo, no
tenía esperanza de alcanzar una posición de autoridad dentro de una corte, a
pesar del rango de su Joya. Por ser un guerrero Eyrien entrenado, y tener un temperamento explosivo -incluso
para un Príncipe Warlord-, tenía aún menos esperanzas de que se le permitiera
vivir fuera de las cadenas sociales de una corte.
Y fue
capturado, como todos los varones de Sangre eran capturados. Había algo
cultivado en ellos que los hacía anhelar el servir, obligándoles a unirse de
alguna manera con una fémina de Sangre portadora de Joyas.
Lucivar se
encorvó y aspiró el aire a través de sus dientes cuando las heridas del látigo
se reabrieron. Cuando cautelosamente tocó la herida, su mano quedo impregnada
con sangre fresca.
Enseñó los
dientes en una sonrisa amarga. ¿Cuál era ese viejo refrán? Un deseo, ofrecido
con sangre, es una plegaría a la Oscuridad.
Cerró los
ojos, levantó su mano hacia el cielo nocturno, y se volvió hacia el interior,
descendiendo al abismo psíquico hacia la profundidad de su Joya Gris Ébano,
para que este deseo se quedara oculto, para que nadie en la corte de Zuultah
pudiera oír el envío de este pensamiento.
Sólo una vez, me gustaría servir a una Reina a
quien pudiera respetar, alguien en quien verdaderamente pudiera creer. Una Reina
fuerte que no temiera mi fuerza. Una Reina a quien también pudiera considerar
una amiga.
Secamente
divertido por su propia estupidez, Lucivar se limpió la mano en los pantalones
de algodón holgados y suspiró. Era una pena que la profecía hecha por Tersa
hace 700 años, no fuera más que una loca
ilusión. Durante un tiempo, le había dado esperanza. Le había llevado mucho
tiempo el darse cuenta de que la esperanza era algo amargo.
«¿Hola?»
Lucivar miró
hacia los establos, donde se alojaban los esclavos. Los guardias harían su
control nocturno pronto. Iba a tomar un minuto más para saborear el aire de la
noche, aunque se sentía caluroso y polvoriento, antes de regresar a la celda
sucia con su cama de paja sucia, infestada de bichos, antes de regresar al
hedor del miedo, a los cuerpos sin lavar, y residuos humano.
«¿Hola?»
Lucivar se
giró lentamente, sus sentidos físicos alertas, su mente sondeando la fuente de
ese pensamiento. La comunicación psíquica podría ser transmitida a todos en el
área, como un grito en un salón abarrotado- o reducirse a un único rango de
Joya o género, o reducirse aún más: a una sola mente. Ese pensamiento parecía
dirigido directamente a él.
No había nada
ahí, excepto lo esperado. Fuera lo que fuese, se había ido.
Lucivar negó
con la cabeza. Se estaba volviendo tan miedoso como los landen, -los que no
formaban parte del linaje de Sangre de cada raza-, con sus supersticiones sobre
el mal que acechaba en la noche.
—¿Hola?
Lucivar se dio
la vuelta, sus alas oscuras se ensancharon para mantener el equilibrio mientras
ponía sus pies en una posición de combate.
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