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domingo, 5 de julio de 2015

Adelanto Capítulo 1 (primera parte): Hija de Sangre - Anne Bishop



Capítulo 1



1-Terreille

Lucivar Yaslana, el mestizo Eyrien, observó a los guardias arrastrar al sollozante hombre al barco. No sentía ninguna simpatía por el condenado, quien había liderado la abortada revuelta de esclavos. En el territorio denominado Pruul, la simpatía era un lujo que ningún esclavo podía permitirse.

Se había negado a participar en la revuelta. Los cabecillas eran buenos hombres, pero no tenían ni la fuerza, la espalda, o las pelotas para hacer lo que se necesitaba. No disfrutaban viendo correr la sangre.

No había participado. Zuultah, la Reina de Pruul, lo había castigado de todos modos.

Las pesadas cadenas alrededor de su cuello y muñecas, ya habían rasgado su piel dejándola en carne viva, y su espalda tenía un palpitante dolor a consecuencia del látigo. Extendió sus oscuras, alas membranosas, tratando de aliviar el dolor en la espalda.

Un guardia de inmediato le pinchó con un palo, luego se retiró, asustado por su suave siseo de ira.

A diferencia de los otros esclavos que no podían contener su miseria o  miedo, no había expresión en los ojos dorados de Lucivar, sin olor psíquico a emociones con la que los guardias pudieran jugar, mientras subían al sollozante hombre en el viejo, barco individual. Ya no estaba en condiciones de navegar, el barco evidenciaba grandes agujeros en la madera podrida, agujeros que sólo le añadían valor ahora.

El condenado era pequeño y estaba medio muerto de hambre. Aún así requirió de seis guardias para ponerlo en el barco. Entre cinco guardias le sujetaron la cabeza, brazos y piernas del hombre. El último guardia untó grasa de tocino en los genitales del hombre antes de poner la cubierta de madera en su lugar. Se ajustaba perfectamente sobre el barco, con agujeros hechos para la cabeza y las manos. Una vez que las manos del hombre quedaron atadas a los anillos de hierro en la parte exterior del barco, la cubierta fue bloqueada para que nadie más que los guardias pudiera abrirla.


Un guardia estudió al hombre encarcelado y negó con la cabeza con fingida consternación. Dirigiéndose a los otros, dijo:
—Debe tener una última comida antes de entrar en la mar.

Los guardias se rieron. El hombre gritó por ayuda.

Uno por uno, los guardias cuidadosamente embutieron alimentos en la boca del hombre antes de arrear a los otros esclavos hacia los establos donde iban a quedar alojados.

—Van a estar entretenidos esta noche, muchachos, — gritó un guardia, riendo—. Recuérdenlo la próxima vez que decidan dejar de servir a la Señora Zuultah.

***

Lucivar miró sobre su hombro, y luego miró hacia otro lado.

Atraídas por el olor de la comida, las ratas se aglutinaron en los agujeros del barco.

El hombre en el barco lanzó un grito.

Nubes se deslizaron a través de la luna, cubiertas de grises ocultaban la luz. El hombre en el barco no se movía. Sus rodillas tenían heridas abiertas, sangrantes por patear la parte superior del barco en su esfuerzo por mantener apartadas a las ratas. Sus cuerdas vocales se destruyeron por gritar.

Lucivar se arrodilló detrás de la barca, moviéndose con cuidado para amortiguar el sonido de las cadenas.

—No se los dije, Yasi, — dijo el hombre con voz ronca—. Trataron de hacerme hablar, pero no lo hice. Es todo el honor que me queda.

Lucivar llevó una copa a los labios del hombre.
—Bebe esto, — dijo, su voz un murmullo profundo, una parte de la noche.

—No, —el hombre gimió—. No. — Empezó a llorar, un sonido áspero y gutural sacado de su garganta en ruinas.

—Calla, ahora. Calla. Te ayudará. — Apoyando a la cabeza del hombre en su mano, Lucivar acercó la copa entre los labios hinchados. Después de dos tragos, Lucivar dejó la copa a un lado y acarició la cabeza del hombre con los dedos suaves—. Va a ayudarte, — canturreó.

—Soy un Warlord de Sangre. — Cuando Lucivar le ofreció la copa de nuevo, el hombre tomó otro sorbo. A medida que su voz se hacía más fuerte, las palabras comenzaron a farfullar—. Eres un Príncipe Warlord. ¿Por qué nos hacen esto, Yasi?

—Porque no tienen honor. Porque no recuerdan lo que significa ser Sangre. La influencia de la Gran Sacerdotisa de Hayll es una plaga que se ha extendido en todo el reino durante siglos, poco a poco consume cada territorio que toca.

—Tal vez los landen tienen razón, entonces. Tal vez los Sangre son la maldad.

Lucivar continuó acariciando la frente y las sienes del hombre.
—No. Somos lo que somos. Nada más y nada menos. Hay bien y mal, en cualquier clase de personas. Es el mal entre nosotros quien gobiernan ahora.

—¿Y dónde están los buenos entre nosotros? — preguntó el hombre adormilado.

Lucivar besó la parte superior de la cabeza del hombre.
—Han sido destruidos o esclavizados. — Le ofreció la copa—. Toma todo, hermanito, y se acabará.

Después de que el hombre tomara el último trago, Lucivar uso la Piedra para desvanecer la copa.

El hombre en el barco se rió.
—Me siento muy valiente, Yasi.

—Eres muy valiente.

—Las ratas... Mis bolas se han ido.

—Lo sé.

—Lloré, Yasi. Ante todos ellos, lloré.

—No importa.

—Soy un Warlord. No debería haber llorado.

—No se los dijiste. Tuviste coraje cuando lo necesitaste.

—Zuultah mató a los otros igual.

—Ella va a pagar por ello, hermanito. Algún día ella y los otros como ella van a pagar por todo. — Lucivar masajeó suavemente el cuello del hombre.

—Yasi, yo...

El movimiento fue repentino, el sonido agudo.

Lucivar dejó con cuidado la cabeza colgando hacia atrás y lentamente se puso de pie. Él podría haberles dicho que el plan no iba a funcionar, que el Anillo de Obediencia podía estar lo suficientemente bien afinado, como para alertar a su dueña de un reflujo interior de fuerza y ​​propósito. Él podría haberles dicho que los zarcillos malignos que los mantenían esclavizados, se habían extendido demasiado, y que se necesitaría un salvajismo más puro para que un hombre fuera capaz de liberarlos. Podría haberles dicho que había armas más crueles que el Anillo para mantener la obediencia de un hombre, que su preocupación por el otro podría destruirlos, que la única manera de escapar, aunque sea por un rato, era no preocuparse por nadie, estar solo.

Podía habérselos dicho.

Y, sin embargo, cuando se habían acercado, tímidamente, con cautela, con ganas de preguntarle a un hombre que se había liberado una y otra vez durante siglos, pero que todavía estaba esclavizado, todo lo que les había dicho fue, "Sacrificar todo". Ellos se habían ido, decepcionados, incapaces de comprender que había querido decir lo que había dicho. Sacrificar todo. Y sin embargo había una cosa que no podía, - no quería- sacrificar.

¿Cuántas veces después de rendirse y atarse de nuevo con ese cruel anillo de oro en su órgano, Daemon lo había encontrado e inmovilizado contra la pared, gruñendo de rabia, llamándolo tonto y  cobarde por ceder?

Mentira. Sedosa corte de mentiras.

Una vez, Dorothea SaDiablo había buscado desesperadamente a Daemon Sadi después de que él desapareció de una corte sin dejar rastro. Le había llevado cien años encontrarlo, y dos mil Warlords habían muerto tratando de recapturarlo. Él podría haber usado ese pequeño territorio salvaje, que retenía y conquistar la mitad del Reino de Terreille, podría haberse convertido en una amenaza tangible para la invasión y la absorción de cada persona tocada por Hayll. En su lugar, había leído una carta que Dorothea le envió a través de un mensajero. La leyó y se rindió.

La carta simplemente decía: "Tienes hasta la luna nueva para entregarte. Cada día que pase después de la luna nueva, voy a tomar un pedazo del cuerpo de tu hermano en pago de tu arrogancia".

Lucivar se sacudió, tratando de desalojar a los pensamientos no deseados. En cierto modo, los recuerdos eran peores que el látigo, porque estos le hacían pensar en Askavi, con sus montañas que casi cortaban el cielo y sus valles llenos de pueblos, granjas y bosques. No es que Askavi siguiera siendo fértil, después de haber sido violada durante demasiados siglos por los que tomaban pero nunca daban nada a cambio. Aún así, era su casa, y siglos de exilio esclavizado, sólo lo dejaban sufriendo por el olor del aire limpio de la montaña, el sabor de una corriente dulce, el frío, el silencio de los bosques, y, sobre todo, las montañas, donde la raza de los Eyrien se elevaban.

Pero estaba en Pruul, tan árido, un páramo desierto cubierto de maleza, sirviendo a esa perra Zuultah, porque no podía ocultar su disgusto por Prythian, La Gran Sacerdotisa de Askavi, no podía amordazar su temperamento lo suficiente para servir a las brujas que despreciaba.

Entre los Sangre, los hombres estaban destinados a servir, no a gobernar. Nunca había desafiado esa realidad, a pesar del número de brujas que había matado durante siglos. Las había matado porque era un insulto servirlas, porque era un Príncipe Warlord de Eyrien, portador de la Joya Gris Ébano y se negaba a creer que servir y servilismo significaban lo mismo. Por ser un bastardo mestizo, no tenía esperanza de alcanzar una posición de autoridad dentro de una corte, a pesar del rango de su Joya. Por ser un guerrero Eyrien entrenado,  y tener un temperamento explosivo -incluso para un Príncipe Warlord-, tenía aún menos esperanzas de que se le permitiera vivir fuera de las cadenas sociales de una corte.

Y fue capturado, como todos los varones de Sangre eran capturados. Había algo cultivado en ellos que los hacía anhelar el servir, obligándoles a unirse de alguna manera con una fémina de Sangre portadora de Joyas.

Lucivar se encorvó y aspiró el aire a través de sus dientes cuando las heridas del látigo se reabrieron. Cuando cautelosamente tocó la herida, su mano quedo impregnada con sangre fresca.

Enseñó los dientes en una sonrisa amarga. ¿Cuál era ese viejo refrán? Un deseo, ofrecido con sangre, es una plegaría a la Oscuridad.

Cerró los ojos, levantó su mano hacia el cielo nocturno, y se volvió hacia el interior, descendiendo al abismo psíquico hacia la profundidad de su Joya Gris Ébano, para que este deseo se quedara oculto, para que nadie en la corte de Zuultah pudiera oír el envío de este pensamiento.

Sólo una vez, me gustaría servir a una Reina a quien pudiera respetar, alguien en quien verdaderamente pudiera creer. Una Reina fuerte que no temiera mi fuerza. Una Reina a quien también pudiera considerar una amiga.

Secamente divertido por su propia estupidez, Lucivar se limpió la mano en los pantalones de algodón holgados y suspiró. Era una pena que la profecía hecha por Tersa hace 700 años,  no fuera más que una loca ilusión. Durante un tiempo, le había dado esperanza. Le había llevado mucho tiempo el darse cuenta de que la esperanza era algo amargo.

«¿Hola?»

Lucivar miró hacia los establos, donde se alojaban los esclavos. Los guardias harían su control nocturno pronto. Iba a tomar un minuto más para saborear el aire de la noche, aunque se sentía caluroso y polvoriento, antes de regresar a la celda sucia con su cama de paja sucia, infestada de bichos, antes de regresar al hedor del miedo, a los cuerpos sin lavar, y residuos humano.

«¿Hola?»

Lucivar se giró lentamente, sus sentidos físicos alertas, su mente sondeando la fuente de ese pensamiento. La comunicación psíquica podría ser transmitida a todos en el área, como un grito en un salón abarrotado- o reducirse a un único rango de Joya o género, o reducirse aún más: a una sola mente. Ese pensamiento parecía dirigido directamente a él.

No había nada ahí, excepto lo esperado. Fuera lo que fuese, se había ido.

Lucivar negó con la cabeza. Se estaba volviendo tan miedoso como los landen, -los que no formaban parte del linaje de Sangre de cada raza-, con sus supersticiones sobre el mal que acechaba en la noche.

—¿Hola?


Lucivar se dio la vuelta, sus alas oscuras se ensancharon para mantener el equilibrio mientras ponía sus pies en una posición de combate.

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